Era un manojo de nervios. Tenía las
manos frías y sentía que se me nublaban los sentidos. Sabía que no podía
hacerlo sola, y ya el reloj anunciaba mi sentencia. Por un instante pensé en
dejar que todo se fuera a pique. Total, tantas dificultades me habían hecho
sentir que era demasiado luchar por algo que, aunque era mi responsabilidad y
me gustaba, no era mi causa personal.
Sin embargo, justo cuando estaba
sumergida en ese mar de pesimismo, llegaste tú. Vestido con esa sonrisa cálida con
la que siempre andas, me preguntaste: ¿Cómo te sientes? Déjame ver qué haces,
dijiste. Te conté lo atrasada que estaba en la maqueta que tenía que entregar a
la mañana siguiente. Levantaste mi mirada con tu mano en mi mejilla, al tiempo
que ponías tu mochila en el suelo, y me devolviste las esperanzas al decir:
“Cuenta conmigo. ¿Cómo puedo ayudarte?”.
“Lo que doy, me lo doy. Lo que no doy, me lo quito. Nada para mí que no sea
para los otros.” Alejandro Jodorowsky
Sentir las necesidades
del otro, sean manifiestas o no, es una de las cosas que me hacen mejor ser
humano. Lo que me hace trascender es la decisión que tome luego de advertirlas.
Puedo elegir entre hacerlas mías o ignorarlas. Esta decisión cae según el peso
de mis valores, de la abundancia de mi corazón y de la pureza de mi conciencia.
Desde niña he recibido
muchos regalos, siempre de personas a quienes quería. Cada una con diferentes
características. Unos obsequios me gustaban más que otros, pero en todos veía a
quien me regalaba. Esto me ayudó a entender que somos lo que damos.
“Dar hasta que duela y
cuando duela dar todavía más”. Madre Teresa de Calcuta. Esto nos recordaba la
directora del colegio en los actos a la Bandera. Al final, en todo lo que doy,
me doy a mí misma. Y con esa parte de mí que voy dando en el camino, me uno al
mundo en amor.
Ahora me refiero a lo que
doy cuando me uno a la causa del prójimo, apoyándole en sus propósitos, en sus
necesidades u objetivos. Esta alianza genera un vínculo, una sensación positiva
y optimista que me acompaña y refuerza mi actitud hacia la vida. Abona la
generosidad que brota desde adentro. Doy, comparto y sirvo según como este
florecido el jardín de mi alma.
Años después, en el
instante en que comprendí que solo tenía lo que daba, mi vida cambió. Me doy,
doy mi amor, y ese amor compartido se multiplica. Doy mi tiempo, mi ayuda, mi
comprensión… doy lo que sea necesario para llenar la necesidad del otro. Muchas
veces doy porque me veo reflejada en la situación ajena, o porque veo a mi
abuela en esa viejita que, sin pedirlo, necesita una mano amiga. Sin embargo, y
en general, doy porque esa es mi naturaleza, porque no puedo hacer otra cosa
que reaccionar ante una situación en la que pueda ser útil.
Percibir los
sentimientos de quienes me rodean forma parte del desarrollo de mi
conciencia. Es estar presente en cada instante; vivir con la bondad de un
árbol que siempre beneficia a su entorno. Como reflexiona Eduard Punset: “En la
naturaleza, la cooperación es una fuerza tan poderosa como la competición. Si
las plantas o los animales fueran por la vida sólo compitiendo, intentando
desbancar a todos los demás, fracasarían. Su éxito también depende de que sepan
cooperar.”
Al final de cada Padre
Nuestro, luego que digo “… y líbranos del mal”, siempre agrego: “y enséñanos a
amar”. Ser feliz, querer se mejor persona, pasar por este mundo haciendo que lo
que haga cada día me ayude a trascender son decisiones que renuevo
constantemente. Estoy consciente de que no puedo hacerlo sola. “Ningún hombre
es una isla”, decía el poeta John Donne. Mi relación con los demás, lo que doy
y lo que me dan, son los abonos que ayudan al cultivo de la vida.
El respeto, la
empatía, la bondad, la generosidad, la admiración, el agradecimiento y la
amistad son las bases de la cooperación. En la niñez es cuando se aprenden la
mayoría de las cosas, pero siempre se puede volver a ser niño y aprender, es
cuestión de disponerse y dejarse llevar por la alegría que produce el darse a
los demás, de saberse útil, y de aportar a una causa digna.
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